Ni siquiera soy una cara bonita

12.06.2010

J'ai soufflé murmuré ton nom

Veintitrés veces salimos. Al cine, a beber, al fútbol, al cine otra vez. A caminar, al cine otra vez. A casa del amigo-en-común. Al cine otra vez. A caminar otra vez. A comer, a estudiar, a sentarnos a esperar francés. A ver pinturas, a bailar, a soplar contra el viento, Al cine otra vez. A volar papalotes, a caminar otra vez, a comprar discos. A conocer amigos, a ver a los de siempre. A leer libros, a tomar café, té para mí. A beber otra vez. A vivir despacito.

Nos cogíamos las manos cuando nadie nos veía. En el cine, lueguito de que nos presentaron. Pasaron tres segundos, cuatro quizá, y ya jugábamos con las yemas y hablábamos trivialidades, quedito, como si nada pasara, como si no estuviéramos probando la resistencia de la piel. Como si lo hiciéramos desde siempre. Lo hacíamos al caminar, cuando los demás habían elegido otro camino, cuando nadie miraba. En el metro, delante de unas señoras a las que no volveríamos a ver. Al saludarnos, antes de besarnos las mejillas. En la calle, cuando llovía y nos metíamos en la heladería para protegernos un ratito. Al cruzar la calle, al subir el puente. En el auto, antes de subirnos, antes de que lo encendiera, antes de bajar.

Reíamos mucho, porque él repetía esa palabra varias veces, porque bailo dando brinquitos, y antes de fotografiar nubes. Mientras saltábamos en su cama, cuando cantábamos en el auto, antes de gritarnos los apellidos. Y también nos sonreíamos. Y también nos mirábamos.

Muchas veces juntamos las bocas. En el cine, en Londres esquina con otra de nombre irrelevante, cerca de mis amigos, a un lado de los suyos. En las escaleras del tren férreo, en el jardín de mi Universidad, en la cafetería de la suya. Muchas veces nos mordimos los labios, sobre el césped, sobre el frío concreto de una jardinera, contra una farola. Sentimos el paladar, sentados sobre una mesa de vidrio, ante la imagen de Jean-Paul Belmondo, contra la reja de un estacionamiento, sobre el asiento del auto de su madre.

A veces leíamos a Aragon y llorábamos.

Cuatro veces terminé sobre su cama, con las piernas desnudas recargadas en la pared, mirando el techo. Cuatro veces acostados, pasándonos un cigarrillo, haciendo aros de humo. Cuatro veces escribió sobre mi espalda. Cuatro veces nos mordisqueamos los hombros, nos prometimos no buscar a alguien más, dejándonos memorias en la piel y la marca del momento en los cuellos.

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