Ni siquiera soy una cara bonita

11.04.2011

Ecos


Atravesar el parque era el camino más corto para ir de la galería a casa, evitando así calles llenas de gente, tiendas de ropa y mecánicos empeñados en obstruir el paso con herramientas y restos de automóviles. Rodeaban el lago y a esa hora sólo había unos cuantos niños persiguiendo patos temerarios que se atrevían a salir del agua para recoger pedazos de galleta que algún anciano les arrojaba desde las bancas cercanas.


¿Por qué los patos de la señora Helguera no se van volando?
La señora Helguera los cuida y eso los hace felices.
¿No serían felices afuera?
Tal vez son felices en su cochera.
Mamá, ¿por qué el cuac de sus patos no suena por toda la casa? Cuac cuac  uac, uac…
Escucha interrumpió. Se colocó frente al niño, apoyó una rodilla en el suelo para ponerse a su altura y apartó el flequillo rubio que le cubría los ojos. Escucha, sé muchas cosas, tengo muchas respuestas pero no voy a dártelas porque quiero que las encuentres solo. Eres un niño listo y no voy a quitarte esto ahora. ¿Entiendes?
¿Y si no…?
Entonces te diré lo que encontré, pero sólo después de que hayas hecho lo imposible.
Pero y sí…

La mujer se levantó y extendió el brazo para que el niño tomara su mano. Anduvieron en silencio hasta llegar a casa, mientras él pensaba en lo difícil que sería encontrar una enciclopedia de cuacs.




Faltan cuatro meses para Navidad.
Voy a San Francisco y quiero que estés con mamá.
Pues…
Escucha, sé que ella es difícil, pero necesito que estés aquí. No pienso…
Todo el mundo da por hecho que es dificilísimo porque saben un carajo.

»El octavo, el peor de mis cumpleaños, ahí se puso difícil. Toda la mañana soporté a mis compañeros de clase, una rutina que me tenía más aburrido que harto, si te soy franco. Hablaban de papá, decían yo era el culpable de que se fuera. Y no me importaba, nunca les solté un “no es verdad”. Esos pijos tenían niñeras que iban por ellos al colegio porque a sus madres les importaba un rábano y me llamaban huérfano porque tenía que volver solo a casa.

»La gente piensa que los niños son criaturas inocentes que merecen toda la piedad, comprensión y mimos que puedan recibir, y aún no serán suficientes. ¿Sabes por qué eligen a los niños con los ojos más grandes para la publicidad de cualquier cosa? Porque en sus ojos hay quince millones de gatitos ronroneando y persiguiéndose las colas. Pueden ser los más feos, flacos, pálidos, negros, con narices enormes o dientes podridos, pero sus ojos son del tamaño de la bondad de Jesucristo.

»Aquel día, antes de llegar a mi mesabanco, Félix me cerró el paso y me llamó huérfano. Tenía dos años más que yo, era un enano gordo y debía levantar la cabeza para mirarme. Pateaba como nadie, lo había visto golpear niños de los primeros grados. Yo le sacaba unos quince centímetros, pero podía romperme algún hueso, así que lo ignoré y me senté. Comenzó a gritar que mi padre era feliz en algún otro sitio, tenía otro hijo y… bueno, no era muy creativo. Mientras él gritaba todas sus estupideces yo pensaba en lo idiota que se veía haciéndolo y eso de verdad me tranquilizaba, te lo juro, imaginaba que alguien lo veía todo, como en el cine, alguien estaba viéndolo todo desde una butaca y pensaba “qué idiota es ese enano gordo” y reía, eso me hacía mantener mis puños sobre la mesa.

»Pero Félix empezó a hablar de mamá. Dijo que me enviaba a un colegio de ricos para hacerme miserable, para que me fuera como papá; que no le importaba, que por ello no me recogía al salir de clases, no quería verme porque no me parecía a ella, porque era como papá, un inútil que no podía hacer feliz a nadie. Creo que sólo me sentí tan furioso cuando mataron a Gualo en ese estúpido pleito de borrachos.

»No sé en que momento comencé a pegarle. Le tiré un diente que nunca encontró; debieron pegarle algo en su lugar. Alguien llamó al profesor de deportes, me tomó por las axilas mientras yo gritaba un montón de cosas y Félix lloraba en el suelo. Cuando me calmé, vi que Félix me había roto el cuello de la camisa y había perdido mi zapato izquierdo.

»Lo que ese imbécil no sabía era que su madre se había metido con media ciudad para conseguir su maldito departamento y que a su padre le importaba un comino porque en realidad no le interesaban las mujeres sino las niñas, con ojos enormes, claro. Esos ricos eran todos iguales, creían que sus madres los querían porque hacían-que-las-niñeras los llevaran al parque mientras ellas se arreglaban las uñas y sus padres se acostaban con sus secretarias; que un chofer esperando fuera de la escuela era una maldita declaración de amor, no se daban cuenta de los solos que estaban.

»Tienes razón, Elisa, tú no sabes un carajo de la relación entre mamá y yo. Me visto solo desde los cuatro porque mamá no quiso hacerlo por mí, aprendí a preparar el desayuno desde antes de entrar al colegio, debí quemarme mil veces, pero al menos sabía usar una maldita sartén. Y ellos creían que llenarse los dientes de caries con el dinero de sus padres era una muestra cariño, no tenían una maldita idea.

»Tuve que llevar un citatorio a la galería. Mamá hablaba con un tipo alto, así que esperé afuera. Él salió y me alborotó el cabello. Toda esa mierda que dicen de que la sangre llama no es más que eso, te juro que no sentí nada excepto coraje de que un fulano se atreviera a despeinarme el peor día de mi vida, ni siquiera cuando supe que era papá sentí algo, y te juro que lo intenté.

»Entré. Mamá sonrió y me dio un regalo, dijo que era un reloj, había sido de papá. No toqué la caja, puse encima el citatorio y salí, avergonzado de haber actuado como un animal, pensando que todo el mundo se dedicaba a decepcionarla. Al llegar a casa, mamá no me dirigió la palabra y fue así por semanas. Le escribí una carta y nunca la leyó, la vi cerrada hasta el último día que viví allí.




Busqué a Sebastián en el callejón en que solíamos reunirnos después de la escuela. Los edificios que cercaban nuestra estrecha guarida eran tan altos que la luz no tenía el gusto de conocer el pavimento. Ni los gatos se atrevían a bajar allí, salvo durante la primavera, cuando la temporada de ratas era alta.

        Lo encontré sentado sobre el mejor de nuestros dos cajones de madera. Teníamos 13 años y nuestras únicas preocupaciones eran aprobar los exámenes, hacer las compras vespertinas y no enfermarnos de cualquier cosa que exigiera cinco inyecciones de penicilina.

 Hablaba muy poco mientras le contaba ese western en el que Henry Fonda y Tyron Power roban el ferrocarril y todo el mundo los persigue. Usualmente él encontraba interesantísimas las películas de Fonda, así que le pregunté qué pasaba.

Llegué a casa y encontré a una niña mirando el televisor.
¿Qué niña?
Nunca la había visto.
¿Y qué hace en tu casa?
No sé. Dijo que abrió con las llaves de mamá.
¿Y no le preguntaste algo?
Pues no, ¿y si no respondía?
¿Y cómo vas a saberlo si no le preguntaste, bruto? Puede ser una ladrona.
Tiene como siete años, no puede ser una ladrona.
Hace poco vi un programa en el que los niños robaban porque sus padres les ordenaban hacerlo, ¿y si le robó las llaves a tu madre y se lleva el tocadiscos?
Si le hubiera robado las llaves a mamá no habría podido encontrar la casa ella sola. Y tú no viste nada, no tienes televisor.
No, pero habría sido genial, ¿y si es verdad? Que no veas algo no quiere decir que no suceda.
Es tan delgada que el tocadiscos tendría que llevársela a ella.

Entonces habló de una historieta, que estaba bastante bien pero los dibujos eran horribles. Siempre critica los dibujos de todo eso que se supone tenga ilustraciones, cree que él puede hacerlos mejor.

Esta vez se trataba de un fulano que vivía en un puertucho cuyos habitantes eran mediocres y vivían felices en su mediocridad. El tipo trabajaba en una fábrica y cuando era niño leía pulp magazines así que un buen día renuncia al trabajo y con sus ahorros, un montón porque el ermitaño no tenía una chica para gastarlos, va a la ciudad a hacer su vida a la Dupin, pero sólo encuentra casos de mujeres que creen que sus maridos las engañan y se frustra, hasta que un día llega un buen caso.

Muéstramela.
¿Qué?
La historieta y los dibujos que mejoraste y todo eso.
Tú no lees historietas.
Quiero leer esta.

Odio las historietas, además papá no me permite leerlas, cree que puedo ocupar mi tiempo en cosas productivas, como repasar francés. En casa no me permiten muchas cosas, comer después de las ocho, por ejemplo.

A Sebastián le encanta mi familia, dice que parece salida de una rima bastante cursi. Mis padres se besan ante el más pequeño acontecimiento, la cocina está llena de cachivaches inservibles decorativos que mi madre hace brillar todas las noches y todos nuestros nombres comienzan con “E”. Yo adoro la casa de Sebastián. Es de dos plantas, tiene un enorme jardín trasero con un columpio para tres. Hay árbol alto y feo, en el que sus tres gatos se afilan las uñas, y una pileta en la que flotan algunas plantas y cadáveres de grillos.

Dejamos las bicicletas recargadas en el columpio y entramos por la cocina. Sebastián tomó un pan de la alacena, lo mordió y me arrojó el resto, entonces subió a su habitación.

Fui a la sala y encontré a la niña hojeando una revista. Me senté a su lado y le ofrecí lo que sobraba del pan, pero lo rechazó. Era flaca, usaba una camiseta tres veces más grande que ella y unos pantalones cortos. En mi vida había visto una persona tan rubia y cuando negó con la cabeza al ofrecerle el pan pude ver un par de orejas enormes. Sus ojos eran cafés, una rubia sin ojos azules o verdes era todo un descubrimiento, pero eran bonitos, lo más bonito en su cara sin color, sin pecas, sin mejillas.

Soy Gualo
Qué nombre tan feo —dijo, mientras reía.
No me llamo Gualo, tonta. El abuelo, papá y yo nos llamamos Eduardo, debiste ver la confusión cuando mamá llamaba a uno de los tres, así que me puse Gualo.
De todos modos es feo.
¿Cómo te llamas tú, Maureen O’Hara?
Elisa.
Mi hermana mayor-mayor se llama así, la otra es Eugenia. ¿Tienes hermanos?
No.
Qué bueno. Mis hermanas me molestan todo el tiempo. Mi hermana mayor-mayor tiene esposo y todo, pero nos visita cada fin de semana; mi hermana mayor irá a la universidad en otoño, entonces podré dormir en su cama cuando quiera. ¿Dónde está tu casa?
Esta... es mi casa.
¿Y tu mamá?... Epa, hablemos de otra cosa. Hay una canción con tu nombre, mi hermana mayor-mayor me hace tocarla todo el tiempo. La tocaría ahora pero a Sebastián no le gusta que use el piano porque está desafinado y suena horrible, aunque un piano nunca suena horrible a menos que lo toque él.

Bajó Sebastián, se sentó con nosotros y la ignoró. Me mostró sus dibujos y los de la historieta, ofendido por la forma en que el dibujante había hecho los sombreros, cosa que no le importaba a nadie mas que a él. Su madre llegó a salvarme, me saludó y fue directo a la cocina, como si una extranjera rubia y orejona sentada en su sala fuera lo usual. Preparó la mesa y nos llamó a comer. Después de unos segundos de silencio, Sebastián se dirigió a Elisa.

¿Y tú quién eres?
Elisa O’Hara le dije y su madre me sonrió. Cuando ella lo hace de esa forma, complacida y casi orgullosa, el pecho se me infla.
¿Y tus padr…? ¡AUCH!
Se me fue el pie, perdón.
Elisa vivirá con nosotros dijo la señora, concentrada en la sopa, como si estuviera adoptando un gato más. Su madre me pidió que la cuidara cuando ella no pudiera hacerlo y…
¿Y por qué ya no puede?
¡Zonzote!
Necesito que limpies el cuarto que está frente a mi habitación para que ella lo ocupe.
Que se quede con el mío, yo quiero ése.
Como desees, pero deja uno. Mañana me acompañarás por su ropa y el resto de sus cosas, cuando salgas del colegio.
Sí, mamá.

Y así terminó el asunto. Es lo que más me gusta de esa familia, nunca piden una carta de razones, mi madre no me deja salir de casa sin preguntar el tipo de sangre de los abuelos de la persona con la que pienso ir a jugar.

Al terminar de comer, Sebastián pidió dinero para ir por palomitas de maíz. Después de recibir algunas monedas fue por un suéter para mí. Y uno para Elisa.

Toma le dijo, extendiéndole un abrigo azul, mientras me lanzaba el suéter gris de siempre.
Lleva tus llaves, no pienso abrirte esta vez.
Sí, mamá.

Salimos por la cocina y tomamos las bicicletas; Sebastián subió a Elisa a mi canastilla. Pesaba menos de 40 libras, seguro pesaba menos que toda la bicicleta.

No me vayas a tirar, Eduardo-Eduardo-Eduardo.
Qué va, he llevado coles más pesadas que tú. Y aquí el bruto es Sebas.
Cállate, Gualo.




Llegó veinte minutos tarde, así que entró por la cocina. Subió al segundo piso, esquivó a uno de los gatos y encontró a su madre en su habitación, acostada, hojeando el diario. Se acercó a la ventana, la abrió, corrió las cortinas y se sentó en el sillón que estaba frente a la cama y en el que suponía Elisa cuchicheaba con su madre después de la cena. Se quedó ahí en silencio, mientras veía cómo el hijo de la señora Helguera pintaba un par de sillas en su jardín.

No tires la ceniza por la ventana, allí hay un cenicero.
¿A qué hora se fue Elisa?
Hace media hora.
Creo que Martín nunca había salido de la ciudad.
Ése chino no conoce otro lugar que no sea la casa de sus padres y su oficina.
No es chino. Supongo que les diste dinero para que pudieran irse de vacaciones.
Siéntate acá. Claro, ése chino aceptaría gratis hasta una serpiente.

Se levantó del sillón con pena, sabía que la silla al lado de la cama no era ni la mitad de cómoda. Puso el cenicero en la mesita de noche y encendió el cigarrillo de su madre.

No es chino. Ni sus padres son chinos, creo que sus abuelos tampoco lo eran.
Al principio dijo que no tengo que regalarle nada, pero no necesité insistir mucho. De cualquier manera no me importa, no tengo nada que hacer con mi dinero y tú no lo necesitas, Elisa pasa todo el tiempo conmigo y este lugar la aburre…
Sólo puedo venir en invierno, mamá.
No te estoy reprochando algo.
¿Qué harás con la casa cuando se casen?
Donar tu habitación a sus hijos, ¿tú crees que ese chino tiene algo además de su portafolio? Es un arquitecto brillante y podría tener éxito, pero prefiere trabajar con su familia y ganar una miseria, y si a Elisa no le preocupa a mí no me importa. De cualquier modo a tu hermana le gusta la galería y tiene algunos proyectos con Eugenia. Tú ni siquiera vives aquí, así que no creo que esta casa te sirva de algo.
Mamá, Martín no es chino.
¿No piensas desayunar?
Tomé algo en el avión. ¿Por qué a San Francisco? Creí que él odiaba las ciudades grandes y a la gente caminando en triple sentido por las banquetas.
Qué va odiar si no conoce nada. Tu hermana quería ropa y qué se yo.
Aquí hay bastantes tiendas.
Cuando regrese le preguntas por qué se fue a San Francisco a comprar ropa o lo que sea que traiga. Espero que ella conduzca.
No creo que alquilen un auto. Dijo que se iba dos semanas, tiempo suficiente para quemar el dinero que les diste en taxis, ropa, pretzels y sillas en las que es imposible estar cómodo.
No fumes mis cigarrillos, fuma los tuyos. Y no te metas con mi silla.
Acabo de conocer a otro de tus malditos gatos, uno gris. ¿Cuántos tienes ya? ¿Quince?
Cinco. Lo encontré en aquel callejón al que ibas a congelarte, se llama Miucho. Pensé que quizá no vendrías, faltan cuatro meses para Navidad.
Gerardo iba a ocuparse.
¿Quién?
El chico que me ayuda, mamá, te lo mencioné la última vez que hablamos. Un gran dibujante, aunque nunca lo había dejado solo. Espero no volver y recoger los escombros de mi despacho.
¿Y Valeria?
Su padre está enfermo y no quiere alejarse de casa, el médico no cree que viva mucho tiempo. Envía besos.
Es el segundo cigarrillo que me quitas, espero que tengas intención de reponerlos. No imaginé que su padre estuviera tan enfermo.
Das por hecho que todos los padres tienen sesenta años como tú, el señor pasa los ochenta, está jugando tiempo extra.
Cincuenta y siete.
Cincuenta y siete, mamá; te ves de quince. Creo que iré a visitar a Eugenia.
Lleva tus llaves, no pienso bajar abrirte.
Sí, mamá.

Por dos semanas se dedicaron a hablar de asuntos que la gente normal abarca en conversaciones con extraños. El clima, actrices gordas, los impuestos, los vecinos, los hijos de los vecinos, los novios de las hijas de los vecinos y el clima otra vez.

Pareciera que no hay suficientes temas cuando el tiempo pasa cojeando, cualquiera habría dicho que evitaban conocerse, pero cualquiera habría estado equivocado. Ella sabía que su hijo estaba enamorado de aquella mujer desde hacía cinco años, pero si iban a casarse o no después de vivir juntos, no era asunto suyo. Sabía que tenía tanto trabajo que en invierno trabajaba horas extra antes de irse a la cama, y si dormía mucho o poco tampoco era cosa suya.

Todos creían que su madre adoraba mirarse en el espejo que está sobre la chimenea, pero él sabía que en realidad miraba el marco que lo adorna y ella había restaurado hacía cuarenta años para que el abuelo lo vendiera en la galería. Sabía que el piano permanece cerrado desde la última vez que Gualo lo había afinado, que lo limpia a diario y no permite que nadie lo toque. Pero eso él ya lo sabía.

Y cuando uno sabe tanto de otro, expresarlo en voz alta resulta innecesario. Insuficiente. Y ambos lo sabían.

Te he puesto pan en el bolsillo. Cuando llegues llama para saber que el avión no se cayó.
Si se cae te llamará Valeria.
Nos vemos en Navidad.
Salúdame a Elisa y a ése chino.
No es chino, Sebastián.

Antes de sentarse en una banca cercana al lago se puso el abrigo y metió la mano en el bolsillo para sacar el pan. Encontró también un sobre que reconoció en seguida, y descubrió que no estaba cerrado como pensaba.

Dentro habían un reloj de bolsillo de los años treinta y un pedazo de papel en el que reconoció su caligrafía de ocho años, una carta llena de “perdónames”. Encontró que su madre había escrito algo al reverso, firmado hacía veintidós años:

Los patos hacen cuac cuac por toda la casa, pero la gente no puede escuchar el eco. ¿Recuerdas que hablamos de los silbatos especiales para perros? Encontraste que tienen un sonido tan agudo que las personas no pueden escucharlo. Así con los cuacs.

Guardó el reloj, la carta y el sobre en el mismo bolsillo del abrigo. Se sentó en la banca y comenzó a alimentar a los patos.

7 comentarios:

  1. @Ithwermoor :

    No puedo creer lo que acabo de leer... me dejas con los ojos super impresionados.... te envidio

    No tengo palabras para decir lo genial que escribes. Creo ya lo dije.

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  2. Me quito el sombrero, ojala muchos tuviesen tu talento, de los mejores cuentos que he leído a lo largo de toda mi vida.

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  3. que gueva de post!!!!
    esta larguisimo!
    oviamente no lo boi a leer.
    nelson ke no!!!

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  4. Soberbio. No me canso de leerlo.

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